Este texto está escrito pensando en los profesores que creen que tienen algo que mejorar, que por otra parte suelen ser los que menos lo necesitan.
Su objetivo es mostrar algunos errores de la enseñanza, junto con algunas buenas prácticas para corregirlos. Su estímulo inmediato ha sido la experiencia sucesiva del autor como profesor y alumno, en este orden, en un mismo centro de enseñanza universitario, lo que le ha permitido observar la enseñanza desde dos puntos de vista contrapuestos, en unas circunstancias difícilmente repetibles.
La conclusión, fácil, es que la enseñanza sólo es una experiencia positiva para ambas partes si no hay ambas partes. Si el profesor acepta que sólo se diferencia del alumno en que representan un papel distinto, temporal e intercambiable, y que el alumno se merece el mismo tratamiento y aprende de la misma manera que el profesor desearía para sí mismo o sí misma, llegado el caso en que tuviera que estudiar algo.
Al mismo tiempo, no todos los profesores tienen que ser excelentes, basta con tener un poco de motivación y algunas buenas costumbres. Los alumnos se encargan de redondear, compensar e integrar lo que reciben de ellos.
El aprendizaje no es proporcional a la diferencia de conocimientos entre el profesor y el alumno, sino al producto de sus entusiasmos.